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Hacia una alianza entre bibliotecas y editores en la era digital
9/1/2013

El establecimiento de una alianza sólida entre el sector editorial y el sistema bibliotecario, que posibilite configurar un escenario de actuación conjunta basada modelos de negocio adaptados a los parámetros de la realidad digital, es a la vez una necesidad y una oportunidad que ninguna de las dos partes debería ignorar. David Rothman ilustra esta consideración con una serie de reflexiones que desarrolla en un extenso artículo publicado en TeleRead.

Con una curiosa referencia a los beneficios que ha aportado el Consorcio Militar-Industrial al Pentágono por un lado y a los contratistas de Defensa por otro, el autor propone la creación de una especie de Consorcio Biblioteca-Editor que, en línea con las posibilidades y las demandas de la era digital, permitiera incrementar la oferta de libros electrónicos de las bibliotecas y enriquecer el negocio editorial. “Las bibliotecas y los editores –afirma– deberían preocuparse menos sobre el reparto de la tarta y fjarse más en su tamaño”.

No se trata sólo de una cuestión de negocio sino también de responsabilidad social, que implica trabajar no sólo para aumentar las colecciones, sino también ampliar los esfuerzos dirigidos a la alfabetización de las familias y a otros programas para promover la lectura. Según datos oficiales, las bibliotecas de los Estados Unidos gastaron en el año fiscal 2009 menos de cuatro dólares y medio per cápita en libros y otros materiales impresos y electrónicos para sus colecciones. Además, se evidencian variaciones sorprendentes entre estados, con cifras que van desde los poco más de siete dólares y medio en Ohio al dólar y medio, en cifras redondas, invertido en Mississippi.

    

La situación tampoco es muy halagüeña en el sector minorista de libros. Sólo un 0,2 por ciento del gasto anual medio de los hogares americanos se destina a libros y otras lecturas, una pizca del presupuesto gastado en entretenimiento. Y esto teniendo en cuenta que el cuarenta por ciento de los ciudadanos, según Rothman, no tiene dinero disponible después de pagar la comida, el transporte y otras necesidades básicas, en parte debido a que las diferencias en el nivel de ingresos de las diferentes clases socioeconómicas han crecido notablemente. ¿Atenderán Amazon, Barnes & Noble y otras marcas similares a ese cuarenta por ciento? Un sistema reinventado de bibliotecas públicas para la era digital debería dar respuesta a esta situación –añade Rothman–, puesto que una parte importante de su misión será mejorar la alfabetización de la ciudadanía y ampliar el universo de lectores habituales. Para definir correctamente el paradigna es preciso tener en cuenta también que alrededor del setenta por ciento de los estadounidenses tiene carnet de biblioteca, y que internet ha despertado el apetito de la gente por lo gratis. Y recordar que, si se lo pueden permitir, muchos usuarios del préstamo bibliotecario se convierten al final en compradores.

El articulista señala como promotores principales de este cambio a dos instituciones que son referentes respectivos en sus campos de especialidad: la ALA-American Library Association [Asociación Americana de Bibliotecas] con su presidenta Maureen Sullivan al frente, y la AAP-American Association of Publishers [Asociación Americana de Editores] que dirige el excongresista Tom Allen. Entiende Rothman que ambas deberían discutir sobre intereses comunes y esfuerzos conjuntos a verdadera gran escala con el Capitolio y la Casa Blanca, hasta el punto de poder convencer al presidente Obama para que incluya el tema de la biblioteca nacional digital en el próximo debate sobre el estado de la Unión.

La iniciativa de la Biblioteca Digital de América, bien gestionada, podría ser el germen de dos sistemas de biblioteca electrónica de los Estados Unidos, distintos pero estrechamente entrelazados, uno público y otro académico. Incluso un único sistema integrado podría funcionar bien. Es un sueño posible en el caso de que ambas partes –editores y defensores de la biblioteca no sólo pertenecientes a la ALA, también otros grupos como el Digital Public Library of America– estén dispuestas a ceder, poniendo punto y aparte en la guerra del copyright en la que pelean unos contra otros.

En este sentido –señala el articulista–, los bibliotecarios deberían evitar hablar del dinero que está ahorrando a los clientes que toman libros prestados en vez de comprarlos; como subraya el artículo “es hablarles de carne fresca a los leones: el lobby de los derechos de autor”. Será mucho mejor para las dos partes fimar la paz y experimentar con una variedad de modelos de negocio, incluyendo el de pago por acceso. Por otro lado, una forma de reducir necesidades de financiación permanente sería ofrecer un servicio de alquiler basado en la situación financiera de los particulares que podría incluir ciertas facilidades para personas de bajos ingresos, y que estaría perfectamente integrado perfectamente con el catálogo de la biblioteca, funcionando como un verdadero servicio orientado a biblioteca y no como una versión del servicio de alquiler de Amazon, donde la mitad de los diez principales bestsellers en 2012 eran romances eróticos. Quizás los estadounidenses podrían incluso inscribirse en el servicio de alquiler de la biblioteca pública a través de una retención señalada en los formularios de impuestos. En última instancia, con servicio de alquiler o no, la realidad –subraya– es que no se puede crear y mantener un sistema nacional de biblioteca verdaderamente excelente y que sea barato.

Otra cuestión capital es el “anti-trust”, tema que han puesto de actualidad los recientes enredos del Departamento de Justicia con algunos grandes editores a causa de la fijación de precios. “La AAP tendrá que mantenerse alejada de esos arrecifes y bancos de arena”, dice Rothman, al tiempo que manifiesta su convicción de que se pueden perfilar estrategias que eviten problemas legales; como último recurso, si fuera necesario y posible, se cuestiona si serían factibles algunos cambios en la legislación antimonopolio que tuvieran específicamente en cuenta a las bibliotecas y las editoriales.

Por lo que respecta a otro tipo de fondos como las películas y artículos distintos de los libros, Rothman recomienda opciones como la inclusión de películas clásicas, y evitar comenzar con una biblioteca digital nacional que actúe como una gran tienda de alquiler de vídeos. Justifica esta propuesta señalando ese porcentaje del 0,2 asignado a materiales de lectura en los gastos del hogar, dato que evidencia lo poco que los estadounidenses están gastando en libros en comparación con otros medios de entretenimiento y comunicación. Un sistema nacional de biblioteca digital ayudaría a compensar esto aumentando el número de lectores habituales.

Obviando planteamientos con fines lucrativos –subraya–, la iniciativa de una biblioteca digital nacional podría convertirse en una realidad, considerando de calibre de los participantes clave (ALA y AAP) y teniendo en cuenta además las ayudas que ya ha sido capaz de comprometer, por parte del IMLS, el Fondo Nacional para las Humanidades, la Fundación Sloan y otros.

No todos los obstáculos, sin embargo, son de índole financiera o están directamente relacionados con las guerras entre el bibliotecario y el editor. Algunos editores pueden sentirse más cómodos con los libros tradicionales –en formato papel o electrónico– que con libros interactivos o con contratos de prestación de servicios basados en wikis. Y dentro del mundo de las bibliotecas, algunos de los desafíos más grandes pueden venir de los bibliotecarios locales y estatales preocupados por las limitaciones que un sistema nacional que pueda poner a su autonomía.

Rothman recomienda a los bibliotecarios pensar acerca de las muchas maneras en las que podrían ayudar a la sociedad en la era digital, sin referirse sólo a la personalización de la colección nacional para los usuarios locales o la reinvención de los servicios de referencia presenciales. No le cabe duda de que el mundo de las bibliotecas puede servir a la sociedad a través de nuevas fórmulas y, al mismo tiempo, como una cuestión de rutina, ampliar la oferta de libros, especialmente para los jóvenes. “Nunca se es comprador sin ser antes lector”, afirma. Y poniéndose en el lugar de Tom Allen, vería más que una pequeña oportunidad en un Consorcio Biblioteca-Editor articulado dentro del escenario de la cultura digital, en lugar de atisbar un simple “futuro Amazónico” que excluya al cuarenta por ciento de las personas.


 
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